El paisaje como representación subjetiva


Huyó la maravilla de la Tierra, y huyó con ella mi tristeza
–la melancolía se fundió en un mundo nuevo, insondable
ebriedad de la Noche, Sueño del Cielo–,
tú viniste sobre mí
el paisaje se fue levantando dulcemente;
sobre el paisaje, suspendido en el aire, flotaba mi espíritu,
libre de ataduras, nacido de nuevo.


NOVALIS, 
Himnos a la noche


Mar implacable. Olas oscuras con destellos de ocre que se agitan vigorosamente sobre sí mismas, emitiendo seguramente un sonido ensordecedor. Rabiosas, arrojan espuma con amarga sensación salina. Ni la furia del Kraken podría suscitar tanta devastación. Por encima de ellas, se observa la acritud del fulgurante cielo crepuscular con pinceladas de nubes distorsionadas por el vendaval. Y como testigo del fatídico desconcierto, un faro encima de una enorme plataforma rocosa, ambos a merced del pleno dominio de la tempestad. 

Al analizar Tormenta en el mar con faro (1826), de Karl Blechen, comienzo a desmenuzar diversos pensamientos. ¿Cómo responder a un panorama de esa magnitud? Posee demasiada fuerza, y también resulta ser desoladora, correspondiendo quizás con el aciago destino que le fue asignado al artista. La vida que tuvo Blechen no fue muy condescendiente con él. 

A través de la historia, la pintura de paisaje (género pictórico considerado en un inicio menor  a los demás)  pasó de ser utilizado  como soporte de otros motivos a ocupar una categoría de completa relevancia, teniendo como uno de sus momentos eje la pintura romántica del siglo XIX. Fue entonces cuando la naturaleza humana comenzó a cobrar mayor importancia, confiriendo transcendencia a los sentidos, como parte del legado de la teoría del naturalismo de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). 

A su modo, se contempló a la naturaleza como ente de creación, aquella que podía evidenciar la subjetividad del artista. Tenía la característica de moldearse con su visión, con lo que acaecía en su vida.  Por lo cual también daba lugar a vislumbrar rasgos de hostilidad y melancolía. 
La pintura de paisaje es un reflejo de dichas variantes. 
El hombre  romántico busca un refugio en el cual proyectar su mundo interno. Camina buscando la soledad hacia parajes desconocidos. Observa detenidamente esta salvaje naturaleza que se cierne sobre él. La encuentra misteriosa y fascinante. No sólo la admira, desea aliarse a ella. Cae en la cuenta de que la necesita. Sin embargo no la comprende del todo y desea interpretarla con ninguna otra visión más que la suya. Se ha imantado a ella. 

En cuanto a mí, recuerdo el juego que algunas veces improvisaba al observar un paisaje, en este caso una pintura. Trataba de dilucidar lo que sucedía en ese momento, dejándome llevar por mi propio modo de ver aunado a la sensación aparente de la imagen. Con cierto rigor, me esforzaba por observar más de lo que podía ya que la primera impresión no bastaba. Los detalles aparentemente implícitos solían enamorarme. Elaboraba historias por inverosímiles que fueran.  Es ahora cuando pienso en el paisaje como una invitación abierta.


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