UNA REFLEXIÓN ACERCA DEL LIBRO SOBRE LA FOTOGRAFÍA DE SUSAN SONTAG

Indira Vázquez Sánchez 

Hace varios años, cuando aún vivía mi padre, realicé un viaje familiar en camioneta al sur del país. Nuestro itinerario incluía diversos estados, empezando con Puebla, Veracruz, Tabasco y finalmente Chiapas, lugar que más me interesaba conocer. Era la primera vez que convivía con mi familia fuera de casa durante varios días, por lo que decidimos equiparnos con todo lo que pudiera servir en el largo trayecto planeado, no sin antes procurarnos de una cámara fotográfica. 

Mi madre siempre tuvo la afinidad de fotografiar todo lo que nos acontecía; es quizá a ella a quien le debemos los gruesos y ahora destartalados álbumes con fotos de nuestra niñez. Este viaje no sería la excepción. Yo sólo me limitaba a tomar algunas “panorámicas” e, ignorante casi por completo de zoología, un intento de lo que creí que sería una suerte de mono capuchino. 

Llegando a Chiapas visitamos diversos sitios turísticos que correspondían a paradas obligatorias. De todos los lugares enumerados, hubo uno que captó por completo mi atención. Pasando San Cristóbal de las Casas, no muy lejos se encuentra San Juan Chamula, municipio de costumbres fuertemente arraigadas. Es uno de los sitios con mayor población indígena del estado, por debajo del Istmo de Tehuantepec, y debido a esto se ha convertido en uno de los sitios con mayor atractivo para los turistas.

No es para menos. Al arribar contemplé con ojos perplejos el tropel que se amasaba en la plaza principal, justo donde se encuentra la iglesia. Niños y mujeres vestidos con prendas de lana bruta asediando a cuanto turista vislumbraban, con la finalidad de vender sus pulseras y blusas laboriosamente confeccionadas. Múltiples puestos de artesanías, al menos lo que yo recuerdo, y una iglesia, cuyo interior habría sido motivo de inspiración para Luis Buñuel, empero, en el sentido estrictamente surrealista. 

Advertida desde un inicio sobre ciertas precauciones que debía tomar, entre ellas la acción completamente vedada de tomar una fotografía, me abstuve de utilizar la cámara por temor a represalias. Sin embargo, hubo una pareja que captó por completo mi atención. Se trataba de una madre y su hija, de menos de diez años, vendiendo pulseras como las otras. La niña me pareció preciosa, de modo que surgió la imperiosa necesidad de conservar algo de lo que estaba viendo en ese momento. Era plenamente consciente de los motivos que me impedían tomar una foto, pero decidí que primero debía probar ser diplomática y pedir previa autorización. 

De primera instancia, me acerqué a ellas y compré diversas pulseras, creyendo que de esta manera tendría mayor probabilidad de éxito. Posteriormente, tratando de comunicarme de la mejor manera posible ya que hablaban más tzotzil que español, pregunté si podía tomarles una foto, a lo cual consintieron sin objetar.  

Pese a los conflictos que desencadenó esta acción con la gente del lugar, me queda perfectamente claro cuáles fueron los motivos que me incitaron a llevarla a término. Uno de los principales fue apropiarme de alguna manera de ese momento, ya que a largo plazo la memoria no suele ser completamente fiel a los acontecimientos pasados, los altera, y lo que sucede ahora al cabo de cierto tiempo será modificado, ya sean imágenes, ya sean palabras.   Pertenecer confiere una cualidad y por lo tanto un valor. La fotografía evoca. 

Ahora bien, mientras leía Sobre la fotografía (Sontag, 1996) cavilaba sobre la anécdota que acabo de relatar y algunas más, ya que invita a equipararlo con situaciones de índole personal. Llama mi atención cuando Sontag habla de la fotografía como un rito de la vida familiar,  un instrumento de poder. Aquella foto me remite a lo que viví en ese momento y es de esperarse que lo relacione con mi familia, ya que con ellos emprendí el viaje. 

Coincido con ella cuando menciona la necesidad, en calidad de turista, de afirmar las experiencias vividas por medio del acto fotográfico. Sin embargo el tema va más allá. En mi caso desde temprana edad he mostrado predilección por las culturas indígenas, lo que me ha motivado a realizar acciones comunitarias en diferentes poblados. El panorama que vislumbré en aquella ocasión era completamente ajeno a mis costumbres, y es debido a esto que necesitaba disponer de una prueba que corroborara tal hecho, no para atestiguarlo ante los demás, sino para ratificar a mí misma, posteriormente, mi propia experiencia. 

Otro factor digno de mencionar es la absoluta antipatía de esta comunidad hacia el acto fotográfico. Ellos poseen la firme convicción de que tal suceso implica la pérdida infranqueable de su alma.

Diversas culturas son partícipes de dicha creencia, por lo cual no es de extrañarse que la cosmovisión tzotzil sea paralela a otras, en mayor medida como resultado del inexorable sincretismo religioso. Tal sensación de despojo de su alma podría de alguna forma coincidir con la aseveración hecha por la escritora respecto a que la fotografía transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. La sitúa como un proceso que  conlleva un acto de violencia al no haber pleno consentimiento por parte del individuo aludido. Crea víctimas. ¿Existirá también la idea implícita que mencioné al afirmar su aspecto depredador hacia los indios norteamericanos? En ese caso tal reproche también tendría  sentido. 

Meditando todo este asunto, aún coincidiendo con algunos puntos de la lectura, no puedo evitar recapitular con cierta reticencia varios fragmentos del libro. Sontag escribe alegatos bastante severos, algunos incluso me da la impresión de que los consolida como verdades absolutas. Es cómodo hacer especulaciones del otro lado del patíbulo. La cámara fotográfica se comporta de acuerdo al individuo que la manipule, aunque muchas veces la fotografía supere las intenciones del operador. Cualquier herramienta que funcione como medio de expresión corre el riesgo de ser utilizada arbitrariamente. 

Retomando la escena planteada en algún momento, hoy en día ya no dispongo de esa fotografía, la cual tenía toda la intención de conservar pero que probablemente se perdió en alguna de las tres mudanzas que he ejecutado. 

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